Eva Luna by Isabel Allende

Eva Luna by Isabel Allende

autor:Isabel Allende
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Relato, Realismo mágico
publicado: 1987-01-01T05:00:00+00:00


SIETE

Rolf Carlé comenzó a trabajar con el señor Aravena el mismo mes que los rusos mandaron al espacio una perra metida en una cápsula.

—¡Soviéticos tenían que ser, no respetan ni a los animales! —exclamó el tío Rupert indignado al conocer la noticia.

—No es para tanto, hombre… Después de todo no es más que una bestia ordinaria, sin ningún pedigree —replicó la tía Burgel sin levantar la vista del pastel que estaba preparando.

Ese desafortunado comentario desencadenó una de las peores peleas que jamás tuvo la pareja. Pasaron el viernes gritándose improperios y ofendiéndose con reproches acumulados en treinta años de vida en común. Entre muchas otras cosas lamentables, Rupert oyó decir por primera vez a su mujer que siempre había detestado a los perros, le repugnaba ese negocio de criarlos y venderlos y rezaba para que sus malditos pastores policiales se infestaran de peste y se fueran todos a la mierda. A su vez Burgel se enteró de que él conocía una infidelidad cometida por ella en su juventud, pero había callado para convivir en paz. Se dijeron cosas inimaginables y al final quedaron exhaustos. Cuando Rolf llegó el sábado a la Colonia, encontró la casa cerrada y creyó que toda la familia se había contagiado con la gripe asiática que esa temporada andaba causando estragos. Burgel yacía postrada en la cama con compresas de albahaca en la frente y Rupert, congestionado de rencor, se había encerrado en la carpintería con sus canes reproductores y catorce cachorros recién nacidos, a destrozar metódicamente todos los relojes cucú para los turistas. Sus primas tenían los ojos hinchados por el llanto. Las dos mozas se habían casado con los fabricantes de velas, sumando a su olor natural de canela, clavo de olor, vainilla y limón el aroma delicioso de la cera de abejas. Vivían en la misma calle de la casa paterna, compartiendo el día entre sus pulcros hogares y el trabajo con sus padres, ayudándolos en el hotel, el gallinero y la cría de perros. Nadie percibió el entusiasmo de Rolf Carlé por su nueva máquina filmadora ni quiso oír, como otras veces, el recuento minucioso de sus actividades o de los disturbios políticos en la Universidad. La disputa había alterado tanto el ánimo de aquel pacifico hogar, que ese fin de semana no pudo pellizcar a sus primas, porque las dos andaban con cara de duelo y no demostraron ningún entusiasmo por airear los edredones en los cuartos vacíos. El domingo por la noche Rolf regresó a la capital con la castidad en ascuas, con la misma ropa sucia de la semana anterior, sin la provisión de galletas y embutidos que habitualmente su tía le ponía en la maleta y con la incómoda sensación de que una perra moscovita podía ser más importante que él a los ojos de su familia. El lunes por la mañana se encontró con el señor Aravena, para desayunar juntos en un cafetín en la esquina del periódico.

—Olvídate de ese animal y de los líos de tus



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